sábado, 3 de abril de 2010

Descartes: Primera Meditación

Descartes, R.: Meditaciones Metafísicas. Bs. As.: Orbis-Hyspamérica, 1984, pp. 31-34

PRIMERA DE LAS MEDITACIONES SOBRE LA METAFÍSICA, EN LAS QUE SE DEMUESTRA LA EXISTENCIA DE DIOS Y LA DISTINCIÓN DEL ALMA Y DEL CUERPO

Ya me percaté hace algunos años de cuántas opiniones falsas admití como verdaderas en la primera edad de mi vida y de cuán dudosas eran las que después construí sobre aquéllas, de modo que era preciso destruirlas de raíz para comenzar de nuevo desde los cimientos si quería establecer alguna vez un sistema firme y permanente; con todo, parecía ser esto un trabajo inmenso, y esperaba yo una edad que fuese tan madura que no hubiese de sucederle ninguna más adecuada para comprender esa tarea. Por ello, he dudado tanto tiempo, que sería ciertamente culpable si consumo en deliberaciones el tiempo que me resta para intentarlo. Por tanto, habiéndome desembarazado oportunamente de toda clase de preocupa-ciones, me he procurado un reposo tranquilo en apartada soledad, con el fin de dedicarme en libertad a la destrucción sistemática de mis opiniones.
Para ello no será necesario que pruebe la falsedad de todas, lo que quizá nunca podría alcanzar; sino que, puesto que la razón me persuade a evitar dar fe no menos cuidadosamente a las cosas que no son absolutamente seguras e induda-bles que a las abiertamente falsas, me bastará para rechazarlas todas encontrar en cada una algún motivo de duda. Así pues, no me será preciso examinarlas una por una, lo que constituiría un trabajo infinito, sino que atacaré inmediatamente los principios mismos en los que se apoyaba todo lo que creí en un tiempo, ya que, excavados los cimientos, se derrumba al momento lo que está por encima edifica-do.
Todo lo que hasta ahora he admitido como absolutamente cierto lo he percibido de los sentidos o por los sentidos; he descubierto, sin embargo, que éstos engañan de vez en cuando y es prudente no confiar nunca en aquellos que nos han engañado aunque sólo haya sido por una sola vez. Con todo, aunque a veces los sentidos nos engañan en lo pequeño y en lo lejano, quizás hay otras cosas de las que no se puede dudar aun cuando las recibamos por medio de los mismos, como, por ejemplo, que estoy aquí, que estoy sentado junto al fuego, que estoy vestido con un traje de invierno, que tengo este papel en las manos y cosas por el estilo. ¿Con qué razón se puede negar que estas manos y este cuerpo sean míos? A no ser que me asemeje a no sé qué locos cuyos cerebros ofusca un pertinaz vapor de tal manera atrabiliario que aseveran en todo momento que son reyes, siendo en reali-dad pobres, o que están vestidos de púrpura, estando desnudos, o que tienen una jarra en vez de cabeza, o que son unas calabazas, o que están creados de vidrio; pero ésos son dementes, y yo mismo parecería igualmente más loco que ellos si me aplicase sus ejemplos.
Perfectamente, como si yo no fuera un hombre que suele dormir por la noche e imaginar en sueños las mismas cosas y a veces, incluso, menos verosímiles que esos desgraciados cuando están despiertos. ¡Cuán frecuentemente me hace creer el reposo nocturno lo más trivial, como, por ejemplo, que estoy aquí, que llevo puesto un traje, que estoy sentado junto al fuego, cuando en realidad estoy echado en mi cama después de desnudarme! Pero ahora veo ese papel con los ojos abiertos, y no está adormilada esta cabeza que muevo, y consciente y sensible-mente extiendo mi mano, puesto que un hombre dormido no lo experimentaría con tanta claridad; como si no me acordase de que he sido ya otras veces engañado en sueños por los mismos pensamientos. Cuando doy más vueltas a la cuestión veo sin duda alguna que estar despierto no se distingue con indicio seguro del estar dormido, y me asombro de manera que el mismo estupor me confirma en la idea de que duermo.
Pues bien: soñemos, y que no sean, por tanto, verdaderos esos actos particu-lares; como, por ejemplo, que abrimos los ojos, que movemos la cabeza, que exten-demos las manos; pensemos que quizá ni tenemos tales manos ni tal cuerpo. Sin embargo, se ha de confesar que han sido vistas durante el sueño como unas ciertas imágenes pintadas que no pudieron ser ideadas sino a la semejanza de cosas verdaderas y que, por lo tanto, estos órganos generales (los ojos, la cabeza, las manos y todo el cuerpo) existen, no como cosas imaginarias, sino verdaderas; puesto que los propios pintores ni aun siquiera cuando intentan pintar las sirenas y los sátiros con las formas más extravagantes posibles, pueden crear una naturaleza nueva en todos los conceptos, sino que entremezclan los miembros de animales diversos; incluso si piensan algo de tal manera nuevo que nada en absoluto haya sido visto que se le parezca ciertamente, al menos deberán ser verdaderos los colo-res con los que se componga ese cuadro. De la misma manera, aunque estos órga-nos generales (los ojos, la cabeza, las manos, etc.) puedan ser imaginarios, se habrá de reconocer al menos otros verdaderos más simples y universales, de los cuales como de colores verdaderos son creadas esas imágenes de las cosas que existen en nuestro conocimiento, ya sean falsas, ya sean verdaderas.
A esta clase parece pertenecer la naturaleza corpórea en general en su exten-sión, al mismo tiempo que la figura de las cosas extensas. La cantidad o la magni-tud y el número de las mismas, el lugar en que estén, el tiempo que duren, etc.
En consecuencia, deduciremos quizá sin errar de lo anterior que la física, la astronomía, la medicina y todas las demás disciplinas que dependen de la conside-ración de las cosas compuestas, son ciertamente dudosas, mientras que la aritmé-tica, la geometría y otras de este tipo, que tratan sobre las cosas más simples y absolutamente generales, sin preocuparse de si existen en realidad en la naturaleza o no, poseen algo cierto e indudable, puesto que, ya esté dormido, ya esté despier-to, dos y tres serán siempre cinco y el cuadrado no tendrá más que cuatro lados; y no parece ser posible que unas verdades tan obvias incurran en sospecha de falsedad.
No obstante, está grabada en mi mente una antigua idea, a saber, que existe un Dios que es omnipotente y que me ha creado tal como soy yo. Pero, ¿cómo puedo saber que Dios no ha hecho que no exista ni tierra, ni magnitud, ni lugar, creyendo yo saber, sin embargo, que todas esas cosas no existen de otro modo que como a mí ahora me lo parecen? ¿E incluso que, del mismo modo que yo juzgo que se equivocan algunos en lo que creen saber perfectamente, así me induce Dios a errar siempre que sumo dos y dos o numero los lados del cuadrado o realizo cual-quier otra operación si es que se puede imaginar algo más fácil todavía? Pero quizá Dios no ha querido que yo me engañe de este modo, puesto que de él se dice que es sumamente bueno; ahora bien, si repugnase a su bondad haberme creado de tal suerte que siempre me equivoque, también parecería ajeno a la misma permitir que me engañe a veces; y esto último, sin embargo, no puede ser afirmado.
Habrá quizás algunos que prefieran negar a un Dios tan potente antes que suponer todas las demás cosas inciertas; no les refutemos, y concedamos que todo este argumento sobre Dios es ficticio; pero ya imaginen que yo he llegado a lo que soy por el destino, ya por casualidad, ya por una serie continuada de cosas, ya de cualquier otro modo, puesto que engañarse y errar parece ser una cierta imperfec-ción, cuanto menos potente sea el creador que asignen a mi origen, tanto más probable será que yo sea tan imperfecto que siempre me equivoque. No sé qué responder a estos argumentos, pero finalmente me veo obligado a reconocer que de todas aquellas cosas que juzgaba antaño verdaderas no existe ninguna sobre la que no se pueda dudar, no por inconsideración o ligereza, sino por razones fuertes y bien meditadas. Por tanto, no menos he de abstenerme de dar fe a estos pensamientos que a los que son abiertamente falsos, si quiero encontrar algo cierto.
Con todo, no basta haber hecho estas advertencias, sino que es preciso que me acuerde de ellas; puesto que con frecuencia y aun sin mi consentimiento vuel-ven mis opiniones acostumbradas y atenazan mi credulidad, que se halla como ligada a ellas por el largo y familiar uso; y nunca dejaré de asentir y confiar habitualmente en ellas en tanto que las considere tales como son en realidad, es decir, dudosas en cierta manera, como ya hemos demostrado anteriormente, pero, con todo, muy probables, de modo que resulte mucho más razonable creerlas que negarlas. En consecuencia, no actuaré mal, según confío, si cambiando todos mis propósitos me engaño a mí mismo y las considero algún tiempo absolutamente falsas e imaginarias, hasta que al fin, una vez equilibrados los prejuicios de uno y otro lado, mi juicio no se vuelva a apartar nunca de la recta percepción de las cosas por una costumbre equivocada; ya que estoy seguro de que no se seguirá de esto ningún peligro de error, y de que yo no puedo fundamentar más de lo preciso una desconfianza, dado que me ocupo, no de actuar, sino solamente de conocer.
Supondré, pues, que no un Dios óptimo, fuente de la verdad, sino algún genio maligno de extremado poder e inteligencia pone todo su empeño en hacerme errar; creeré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y todo lo externo no son más que engaños de sueños con los que ha puesto una celada a mi credulidad; consideraré que no tengo manos, ni ojos, ni carne, ni sangre, sino que lo debo todo a una falsa opinión mía; permaneceré, pues, asido a esta medita-ción y de este modo, aunque no me sea permitido conocer algo verdadero, procu-raré al menos con resuelta decisión, puesto que está en mi mano, no dar fe a cosas falsas y evitar que este engañador, por fuerte y listo que sea, pueda inculcarme nada. Pero este intento está lleno de trabajo, y cierta pereza me lleva a mi vida ordinaria; como el prisionero que disfrutaba en sueños de una libertad imaginaria, cuando empieza a sospechar que estaba durmiendo, teme que se le despierte y sigue cerrando los ojos con estas dulces ilusiones, así me deslizo voluntariamente a mis antiguas creencias y me aterra el despertar, no sea que tras el plácido descanso haya de transcurrir la laboriosa velada no en alguna luz, sino entre las tinieblas inextricables de los problemas suscitados.

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