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ALGO SOBRE CASTORIADIS:
Cornélius Castoriadis (Costantinopla, 1922 - París, 1997). Filósofo, matemático, economista, psicoanalista, y siempre militante de la emancipación humana, este formidable pensador —“un titán del espíritu”, en palabras de su amigo Edgar Morin—, a pesar de su larga producción reflexiva, sigue siendo bastante ignorado tanto en el entorno del pensamiento crítico como en el académico. No obstante, estoy plenamente convencido de que la herencia intelectual de Castoriadis irá descubriéndose en el curso del tiempo como una de las aportaciones más lúcidas, profundas y renovadoras habidas en la segunda mitad del siglo XX, y que nos permite iluminar de otro modo el proyecto de autonomía y democracia radical. Siempre defendió que filosofía y democracia, desde su origen común en la antigüedad griega, son solidarias dado que ambas expresan (deberían expresar) el rechazo a la heteronomía (a saber, el rechazo a toda autoridad o fuente extrasocial de legitimación de la verdad y la justicia). Toda su elucidación teórica y su pasión crítica es una invitación a pensar, a cuestionar la filosofía y las significaciones imaginarias heredadas. Al final de su ensayo "Hecho y por hacer" (1997) dice: «pero algo es seguro: no va a ser corriendo detrás de lo que se usa y se dice, ni emasculando lo que pensamos y queremos, como vamos a aumentar nuestras posibilidades de libertad. No es lo que existe, sino lo que podría y debería existir, lo que necesita de nosotros».
Siendo adolescente descubrió la filosofía y el marxismo, y a los quince años empezó a militar en la organización juvenil del Partido Comunista de Grecia, ilegal en ese momento bajo la dictadura de Metaxas. A los pocos años, abandona el PC tras denunciar la ausencia de una acción revolucionaria y su burocratización, para incorporarse a un grupo trotskista liderado por Stinas. A finales de 1945 se marcha a París para seguir con sus estudios de doctorado en filosofía, y donde se vincula al trotskista PCI hasta 1948. Su alejamiento del trotskismo estuvo motivado por la incapacidad de éste para dar cuenta de la verdadera naturaleza de la URSS (régimen de capitalismo burocrático y totalitario y no Estado obrero degenerado como lo definían). Junto a Claude Lefort, y otros críticos de esa corriente marxista, funda el grupo y la revista Socialismo o Barbarie, que se mantendrán hasta 1966-67. Durante ese periodo y hasta principios de los años setenta, se ocupó menos de la acción política y se dedicó más la profundización de la crítica al estalinismo, al leninismo, y al trotskismo, además de elaborar una profunda revisión crítica del marxismo. Esa relectura de Marx se complementará con otra fértil relectura de Freud en los años siguientes, que le acercará al psicoanálisis.
En su programa de investigación crítica desarrollado en los años sesenta y setenta reformulará el proyecto de autonomía, que vendrá a reemplazar la noción de socialismo y que al mismo tiempo conllevará la renuncia a las ilusiones y ficciones de una filosofía política racional. Lo social-histórico será entendido como una forma ontológica que puede cuestionarse a sí misma y, mediante esta actividad autorreflexiva, alterarse explícitamente. De este modo, postula una ciencia general del ser humano que integra una dimensión antropológica, filosófica, política y psicoanalítica. Sin dogmas, ni telos o mitos escatológicos que orienten definitivamente el devenir humano, sin verdades esencialistas que descubrir, queda entonces la interrogación sin fin que nos permita elucidar, dando cuenta y razón, otras formas de vida y de sociedad. La idea de autonomía (esa capacidad de cuestionar lo heredado y darnos nuestras propias leyes) recreada en la acción instituyente del ser humano, de la colectividad y de lo social-histórico, conduce su reflexión a la idea de la institución imaginaria de la sociedad. Precisamente, con ese título publica un extenso volumen en 1975 (publicado en castellano en dos volúmenes: el primero, Marxismo y teoría revolucionaria, en 1983; y el segundo, El imaginario social y la institución, en 1989), y donde ajusta cuentas críticas con el marxismo, el estructuralismo tan en boga en algunos entornos de la izquierda europea, y la filosofía heredada.
La profundidad de su crítica al marxismo ya venía configurándose en varios artículos publicados en la revista Socialismo o Barbarie (principalmente en"Marxismo y teoría revolucionaria", 1965) y recogidos también en La institución imaginaria de la sociedad. Así, por ejemplo, impugna la concepción materialista de la historia porque:
• «hace del desarrollo de la técnica el motor de la historia en último análisis, y le atribuye una evolución autónoma y una significación cerrada y bien definida;
• intenta someter el conjunto de la historia a categorías que no tienen sentido más que para la sociedad capitalista desarrollada y cuya aplicación a formas procedentes de la vida social plantea más problemas de los que resuelve;
• está basada sobre el postulado oculto de una naturaleza humana esencialmente inalterable, cuya motivación predominante sería la motivación económica.»
Pero además de ese determinismo económico que conlleva esa concepción materialista de la historia, también cuestiona el determinismo histórico en el que se inscribe esa teoría, dado que pretende que «puede reducirse la historia a los efectos de un sistema de fuerzas sometidas ellas mismas a leyes comprensibles y definibles de una vez por todas, a partir de las cuales estos efectos pueden ser íntegra y exhaustivamente producidos (y por lo tanto también deducidos)». En ese nuevo enfoque de Castoriadis, el proletariado deja de tener ese destino emancipador; más aún, no habrá ya ningún sujeto colectivo predestinado a realizar o hegemonizar la transformación social; como tampoco el marxismo ni ninguna otra teoría garantizarán una indagación radical y permanente del mundo contemporáneo. Esta posición no conduce necesariamente a la defensa del escepticismo; sino antes bien debe reclamar una filosofía de la acción y de la reflexión: «hay realmente en cada instante para un estado determinado de nuestra experiencia, verdades y errores, y siempre la necesidad de efectuar una totalización provisional, en movimiento y abierta siempre, de lo verdadero. (...) En cada etapa de nuestro desarrollo, debemos pues afirmar los elementos de los que creemos poder estar seguros, pero también reconocer —y con absoluta sinceridad— que en las fronteras de nuestra reflexión y nuestra práctica se encuentran necesariamente problemas cuya solución no conocemos por anticipado». (La experiencia de movimiento obrero II, 1974).
Considera absurda la idea de revolución total, por cuanto que en la vida social lo inalterado sería mayor que lo transformado. El devenir histórico conlleva siempre una dialéctica de herencia y cambio; y parte de la siguiente premisa ontológica: la historia humana es creación. Pero no podemos ni explicar ni predecir tal creación, pues no está determinada; es, más bien, determinante. A su vez, también su tiempo y su ritmo forman parte de la creación. Esa naturaleza creativa de lo humano y de lo socialhistórico, esa potencia poiética que pertenece a la imaginación radical individual y colectiva, no fue percibida de manera profunda por Marx, a pesar de que en sus tesis sobre Feuerbach reconocía esa cuestión al dejar escrito que «los seres humanos están condicionados por el estado de cosas existente, que sólo pueden modificarse mediante su acción». No obstante, Castoriadis observa en su ensayo "Herencia y revolución"(1996) que Marx prefirió buscar más bien «causas sólidas, es decir, garantías de y para la revolución. Consecuencia de esto es su escaso interés por los problemas de la acción y de la organización políticas como tales: en su lugar, busca leyes económicas capaces de llevar el hundimiento del capitalismo» (Figuras de lo pensable, 1999). Por lo tanto el cambio político exige a su vez el cambio de las costumbres y de las significaciones imaginarias sociales arraigadas en un contexto socialhistórico dado, algo que ya fue lúcidamente captado por Rousseau, Platón, Maquiavelo o Montesquieu, para quienes «no puede haber institución política que, desde la cúspide a la base, del nivel más superficial al más profundo, no esté ligada a las costumbres, a las Sitten, a la totalidad de la estructura antropológica, psicosocial de los individuos que viven en tal sociedad».
Sabido es que toda tentativa revolucionaria o de trasformación radical topa con esa cuestión, y por ello el potencial transformador de la clase obrera, por ejemplo, no ha dependido tanto de su condición alienante cuanto de su capacidad de autocreación en tanto que clase y elemento actuante en el seno de una sociedad capitalista: «en los países europeos, el movimiento obrero se autocreó; pero esto fue posible gracias a la herencia, a la tradición del movimiento democrático presente en la historia de estos países, a la orientación ofrecida por el proyecto social-histórico de autonomía nacido en el seno del mundo europeo. Es, por tanto, perfectamente comprensible que, antes de la degeneración burocrática (socialdemócrata o bolchevique), el movimiento obrero crease instituciones de carácter profundamente democrático, algunas de las cuales dejaban atrás las formas del movimiento democrático burgués y resucitaban principios, olvidados hacía ya mucho tiempo, enraizados en las instituciones de la Grecia antigua, como la rotación de los representantes en los sindicatos británicos del primer periodo; la importancia de las asambleas generales soberanas de todos los interesados y la revocabilidad permanente de los representantes introducida en la Comuna de París y reanimada o redescubierta siempre que los obreros formaron órganos autónomos, como los Consejos (tal como sucedió de nuevo en Hungría en 1956)». ("Herencia y revolución", 1996). De manera que disuelto el mistificado horizonte utópico que prefigura el futuro, cabe entender este futuro como «ese despliegue siempre imprevisible y siempre creador en cuya formación podemos participar, mediante el trabajo y la lucha, a favor y en contra».
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